24 febrero 2013

Esa raza rara


Nadie sueña con ser vegetariano. El vegetarianismo no inspira a nadie. Son como una especie disidente del homo sapiens, un eslabón perdido de la cadena alimenticia que, en vez de situarse heroico al final con los grandes predadores, decidió cobardemente quedarse entre los musgos y los insectos, justo por encima de la zanahoria y el brócoli. El vegetariano es la pesadilla de la anfitriona de la casa la cual queda desorientada ante tal espécimen y rápido empieza a imaginar platos a base de semillas y hojas.

¿Pero qué le vamos a servir? se cuestionan casi indignados aquellos que osan invitarlo a su mesa. Es un atentado a la moral, una falta de respeto a las buenas costumbres. Ser vegetariano es estar recluido del club de los bon vivants.
Están los militantes que enarbolan banderas verdes y defienden a todo pulmón los derechos de los cuadrúpedos. Y están aquellos que sufren en silencio, que esconden sus hábitos y no predican. Que rechazan la costilla de cerdo o se sirven ración doble de ensalada en vez de foie-gras en Navidad.
Yo los conozco, los cruzo cuando voy a los negocios de productos orgánicos. Lánguidos se pasean entre las góndolas con sus canastos llenos de productos difíciles de pronunciar. La tez mustia por la falta de proteínas animales, el pelo rebelde y las ropas sencillas. Austeridad, frugalidad que huele a abstinencia, a falta de excesos inherentes a la condición humana.
Yo los conozco muy bien. Yo soy una desde hace más de 15 años.