No sé si fue el acento, la voz monótona o las instrucciones repetidas una y otra vez.
No sé si fueron los ruidos provenientes de los caños de desagüe, sentir el temblor del metro bajo mis pies.
Quizás la penumbra, o el aire húmedo del subsuelo.
La posición estática o el cansancio.
Quizás fue un sueño.
Pero sentí el aire fresco en la cara, la suave caricia del sol de un día frío del otoño tardío. El cielo azul, casi igual que el del glaciar a mi izquierda. A lo lejos se escuchaban los rápidos, el azul-turquesa del río era aún más brillante rodeado de los troncos color canela de los arrayanes.
Y ahí estaba.
Mi papá.
Abrazando a mi hijita.
Seis años no impedían que ella apoyase su cabecita en el hombro de él.
Yo veía su nuquita, papá me miraba con una mirada tranquilizadora. No tenía anteojos.
Ella abandonaba su cuerpito en los brazos de su abuelo. Es evidente que no era la primera vez que se encuentran.
Dormía.
Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y luego a rodar por mis mejillas. Yo seguía inmóvil.
Y, por primera vez, no me quedé con el desgarro de esta realidad de ausencia.
Por primera vez me quedé con una sensación de tranquilidad de ese maravilloso abuelo que sería, que hubiese sido…
Que es.
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